Time is money, la célebre frase enunciada por el pequeño de los Franklin, Benjamin (malo, lo sé, pero no he podido resistirlo), constituye, entre otras cosas, un canto a la esencia del capitalismo: el aumento de la productividad. No seré yo quien defienda desde esta bitácora las ventajas de un sistema insaciable, que parece haber devorado a todos sus enemigos (sí, amigos, hay o había otros alternativas, otros modelos de orden: hay vida más allá de este capitalismo voraz) y que no contento con haber vencido, necesita, mal ganador, cobrarnos por la ilusión de que nosotros podíamos formar parte de él, no sólo como elementos productivos sino como beneficiarios de un bienestar y la riqueza que, le pese a quien le pese, nosotros generábamos. Hoy, la inoperancia e incompetencia de quienes nos gobiernan, que no dudan en conculcar derechos, restringir servicios, ajustar salarios y pensiones, mientras nuestros universitarios se ven obligados a emigrar y aumenta imparable, mes tras mes, la cifra de personas sin trabajo, y a la vez, permanecen hieráticos y sin sonrojo ante la duplicidad de administraciones, la megalomanía de sus iguales, el nepotismo, la farsa de la justicia, la corrupción, el caciquismo, las canonjías, las prebendas, la simonía, el enchufismo…, sí, nuestros gobernantes le han quitado la careta al monstruo, le ha despojado de su máscara, nos han abierto los ojos. Gracias.
Pero no es ése el enfoque que me interesa aquí de la frase que inicia este artículo, ni tan siquiera su componente filosófico u emocional (si el tiempo es un recurso limitado, cuanto menos invierta en realizar mi trabajo -con eficacia, claro, porque lo que importa es la eficiencia, no sólo conseguir el fin sino los métodos y esfuerzos empleados en su consecución-, más me quedará para mi ocio) sino darle un giro profesional ayudado por un reciente post colgado en Fieras de la Ingeniería acerca de cómo ha de enfocar un ingeniero el proceso de toma de decisiones.